sábado, 9 de febrero de 2013

El envidioso mundo duplicado


Londres, Inglaterra, siglo XIV. Siguiendo el rastro que destila la pluma de Geoffrey Chaucer a través de los tiempos, nos adentramos en “Troilo y Crésida” para palpitar junto a sus personajes una historia envuelta en el fuego de una pasión eterna.

 


Me gusta imaginar la sensación de cómo sería viajar a través del tiempo. Ser una eterna pasajera en constante movimiento, sumergida en esa abismal travesía. No física, pero sí mentalmente, suelo transportarme en las alas de la imaginación hacia diversos tiempos y lugares. Imaginar cómo sería haber estado allí, en ese lugar, en esos momentos, en ese  determinado período de tiempo, pasado pero aún real. En éste momento, viajo a través de la lectura de “Troilo y Crésida”, a través de las palabras de quien se convirtiera en “el padre de la lengua inglesa moderna”, al demostrar a través de sus escrituras la legitimidad artística de dicho lenguaje, en una época donde todavía prevalecían, en su ciudad, el uso del Latín y el Francés. Su lectura me transporta exactamente al año 1385, al Londres de la Inglaterra medieval del siglo XIV.   Imagino al “padre de la poesía inglesa” desempeñando sus tareas, en su puesto de controlador de aduanas del puerto de Londres, asaltado por la luminosidad de la inspiración que le dio el impulso de comenzar a sumergirse en la creación de una de sus obras más importantes, no sólo por su calidad literaria, sino también por sus personajes y su manera de retratar, a través de ellos,  a las personas reales de clase media, que lo rodeaban y que habitaron junto con él, aquéllas tierras en épocas medievales.
Mujeres que prometen reservar su amor eterno, un amor que sin querer se distrae y fácilmente pierde su camino, y así su bienaventurado destino. Mujeres encerradas entre las paredes de su propia rutina. Una rutina que fue cambiando con los años. Mujeres y rutinas custodiadas por las febriles y celosas miradas masculinas, que se creen capaces de maniobrar todo asunto a su libre antojo, bajos sus propios intereses, sin notar que algo se les puede ir de las manos. Antes como ahora, ayer como hoy, una eterna pasión, que bien podría ser actual, se reitera infinitamente formando y retroalimentando su propio círculo vicioso. Hombres y mujeres, como los de hoy en día, o como los de ayer, enfrentándose a sus sentimientos más pasionales, aquéllos que los desbordan y los hacen víctimas de sus propios actos, con o sin arrepentimientos. En la lectura de “Troilo y Crésida” vamos a encontrar hombres y mujeres, como los de hoy, como los de ayer y como los de más allá a lo lejos, personas reales convertidas en personajes principales de una trama enredada bajo la mágica pluma de Chaucer, esa que es capaz de transportarte a un tiempo hacia otros espacios, como si uno estuviera ahí mismo, viviendo en carne propia lo que Chaucer nos relata, como un personaje más, un espectador extra en el trasfondo de esta atormentada historia.
Personajes pertenecientes a  la mitología griega que emergen y se transforman bajo la pluma de quien los escribe y retrata, cambiándoles parte de su historia o destino final. “Troilo y Crésida”, de la mano de Geoffrey Chaucer (Londres, 1340/43-1400), fue considerada como la primer “novela” inglesa, no sólo por su extensión, sino también por la complejidad de la trama que plantea ésta trágica historia y el tratamiento que reciben sus protagonistas, a través del cual podemos percibir y entender las diferentes psicologías de las que están compuestos dichos personajes. Ésta es una historia que, hoy en día, puede estar abandonada en un rincón del olvido para algunos, o siendo desconocida para el que todavía no la haya leído, es como una de esas cosas, que según Chaucer, está por venir, y todo lo que está por venir, viene por necesidad y figura en el mapa del destino su eventual advenimiento.  Todo lo que está por venir, tiene  que ser, por el solo hecho de ser necesaria su existencia o llegada.
Esta historia no puede quedar en la postergación, ni oculta tras el polvo del olvido en un cajón añejado, vale la pena sumergirse y deleitarse con las palabras de Chaucer, el poeta inglés más importante de la Edad Media, quien realizó un gran aporte al desarrollo del idioma inglés y con la calidad literaria de sus obras, afianzó las bases de la literatura inglesa. Palabras que lo invitan a uno a viajar, a rescatar del olvido y reconstruir viejos mundos olvidados y deshechos, que sólo se pueden presenciar, tan singularmente, en la propia imaginación. Chaucer, con sus palabras, teje un puente que nos transporta, situándonos en un trasfondo de guerra. Troya. Los Griegos invaden la antigua  ciudad de Troya, pronto a ser destruida, según el profético visionario Troyano Calchas, padre de la bella Crésida.
A lo largo de la historia, narrada en forma de extenso poema, afloran sentimientos que se transforman en piedras, piedras en el camino que condimentan la trama. El deseo deshonesto, la tristeza o irritación, producidos en diferentes personajes, por el deseo de la felicidad ajena, el deseo de poseer lo que no se tiene. La envidia, ese sentimiento tan vil, que  embriaga y nutre a la vez, a diferentes personajes, en ésta desdichada historia, causado por variados motivos que en el fondo son una misma causa. La envidia toma a sus prisioneros, quienes poseídos por éste pecado, parecieran no controlar su propio obrar, dejándose llevar por una fuerza superior que los impulsa a actuar, bajo dominio de éste egoísta y resentido embrujo del cual son presos. Como en el caso del visionario del pueblo, capaz de sacrificar la felicidad y destino de su propia hija a favor de los poderosos dioses que lo guían, en nombre de sus propios intereses camuflados. Dispuesto a arriesgarlo todo, cruzando destinos opuestos, ganándose el título de traidor, ese que otorga el relacionarse con sus enemigos más públicos, más íntimos y frontales, el visionario parece no ver (o no querer ver) las consecuencias de sus actos pintados en el pálido lienzo del futuro.
            El amor puede convertirse también en algo así como una criatura envidiosa, que engendra dentro de sí mismo, retroalimentándose, una envidia más violenta aún que puede expandirse sin límites. “Quien tanto poder había tenido sobre su voluntad, para dominar su corazón, con una mirada, su corazón se prendió fuego.” Y envuelto en ese fuego eterno el corazón de Troilo ardió infelizmente hasta consumirse, por aquélla hermosa dama que “se asemejaba a un ser inmortal, tal como una criatura celestial perfecta que fuera enviada para burlarse de la naturaleza.” Eligiendo ser el artífice de su propio destino, causando su propia desfortuna, Troilo se convierte en un esclavo más del maldito amor, manteniéndolo éste en la desdicha. Su discurso y sus preguntas, sus pensamientos y sus actitudes despiertan la envidia en los dioses del amor, que buscan vengarse para calmar su enojo envidioso.
Un aparente amor mutuo jura fidelidad y constancia. “Tampoco desobedeceré tus mandatos, y si lo hago, estando tu presente o ausente, por amor de dios, mátame con la acción si eso requiere tu femineidad” – Exigía Troilo en sus ahogadas y penosas palabras. En la voz de un narrador a veces camuflado, Chaucer, se adelanta a su tiempo, siendo un defensor de la soberanía de la mujer sobre sus hombres. No nos olvidemos que estamos hablando de las mujeres de mediados de 1380. Así es retratado Troilo, bajo la pluma de Chaucer, reconocedor subyugado ante la soberanía que ejerce sobre él la femineidad de su amada Crésida y su amor avasallante. Y como dijera Pándaro, envidioso y ambicioso tío de Crésida, “ningún hombre podrá ser íntimamente feliz, creo, si nunca ha estado en pena o dificultades.”
El amor clandestino es interrumpido por el día que se aproxima cargado de envidia y los amantes apenados deben separarse. Un pacto de amor exagerado marcado por el fuego de sentimientos frenéticos, exacerbados. En su pena y pesar, Troilo maldice y dispara contra toda envidia ajena, contra todo el o lo que la posea, que le causa tanto sufrimiento. Con las lágrimas de sangre de su corazón derritiéndose, Troilo demanda “guardar el mañana” al envidioso día cruel y a los envidiosos dioses, que juegan a tirar dados estableciendo destinos fortuitos; y deseoso de poder atar la noche a su hemisferio, para ocultarse, con su amor, bajo el refugio de su negrura insondable, se marcha prometiéndole a Crésida: “ya que el deseo en éste instante me muerde tanto que ya estoy muriendo, pero regresaré.” Y así lo cumple, después de haber cumplido su fatal destino truncado, Troilo, en la viva voz de su espíritu,  nos deja pensando en lo absurdo de la vida, porque puede que “el suceder de las cosas sabidas de antemano ciertamente sea necesario”. En este “triste poema que llora a medida que lo escriben”, para el autor y narrador de ésta historia, que como el dios del amor, “dispone mediante sus leyes, que los méritos verdaderamente sean, los que vengan por predestinación”, supone “que todas y cada una de las cosas que sucedieron alguna vez y sucederán han sido causa de la misma soberana providencia que sabe todo de antemano sin ignorancia.” El autor nos asegura que cuando sabe “que algo sucederá, deberá suceder y así el suceder de cosas que han sido sabidas antes de suceder, no pueden ser evitadas de ningún modo.”

 Por: Roxana Contreras.

Artículo publicado en la edición nº 18 de la revista literaria “Granite and Rainbow”.



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